LA CATEDRAL DE FRANCIA QUE GUARDA UN MISTERIOSO LABERINTO EN SU INTERIOR

La majestuosa Catedral de Chartres, una de las más veneradas de Francia por su excelente conservación, marca un hito en la consagración del arte gótico. Erguida sobre una antigua cueva y un pozo que una vez fueron lugar de adoración celta a una divinidad maternal, esta joya arquitectónica ha recobrado su esplendor gracias a recientes restauraciones, devolviendo así todo su esplendor y policromía a sus inigualables vidrieras y torres disímiles. Estas últimas, destacando con imponente presencia sobre la fértil llanura de la Beauce, se erigen como testigos silenciosos de la historia y la grandeza del pasado.

"La maravillosa creación", como la describió Stefan Zweig, continúa fascinando a viajeros, peregrinos y artistas a lo largo de los siglos, perpetuando su legado como un icono de belleza y espiritualidad.

Una catedral erigida solo en ¡30 años!

Símbolo absoluto del arquitectónico «arte francés» surgido en el norte del país con inusitada pujanza, la catedral, erigida a partir de 1194 en apenas tres décadas de auténtica fiebre constructora y cuyas vidrieras y estatuaria reúnen a casi 10.000 personajes, encarna como ninguna otra la asombrosa revolución ojival del gótico. Ese ambicioso arte nuevo lanzado a la conquista de las alturas, llamado por vez primera gótico por el renacentista Vasari y empeñado en levantar sobre el corazón de las ciudades a la «Jerusalén Celeste» de sus anhelos.

«La época gótica es sobre todo la de un amor caballeresco por la Virgen –señala Cristopher Brooke–, heredado de las Cortes de Amor de Eléonore de Aquitania y de Blanche de Castilla, madre del rey Saint-Louis». Las armas de esta soberana pueden distinguirse en el rosetón norte, que ella y su hijo ofrendaron.

  

LA LUZ DE LA VIRGEN

Sin embargo, mucho antes de que el culto mariano se impusiera por doquier, la Virgen gozaba ya de gran devoción en una Chartres próspera que le dedicaba sus cuatro ferias anuales. Leyendas locales aludían además a una «Virgo paritura» («Virgen que alumbrará»), venerada por druidas precristianos del siglo I, cuyo recuerdo honra la capilla dedicada a Nuestra Señora del Subsuelo en la gran cripta salvada, junto con su céltico pozo votivo, de las llamas que en 1194 devoraron casi toda la anterior basílica románica.

En el siglo XII la ciudad era famosa por su Escuela de eruditos capitaneada por Thierry y por ser un importante centro de peregrinación gra­cias al «Velo de la Virgen», donado en el año 876 por el rey Charles, nieto de Carlomagno. Al salvarse en 1194 dicha reliquia del fuego –junto con partes de la fachada occidental, dos torres y algunas vidrieras, entre las que destaca Notre-Dame-de-la Belle-Verrière–, el entusiasmo fue tal que las obras del nuevo templo comenzaron de inmediato.

Financiada por los gremios de comerciantes y artesanos y la realeza, la catedral que instauró los arbotantes mediante el uso de maquinaria de guerra a modo de grúas primitivas y a la que el poeta Paul Claudel tildó siglos después de «paraíso reencontrado», recibió donativos incluso de Ricardo Corazón de León. Se optó por una piedra calcárea de gran claridad proveniente de las cercanas canteras de Berchères.

Su novedosa apuesta por la luz, en concordancia con san Agustín, quien escribió que «elevar el color en la iglesia equivale a rechazar las tinieblas en beneficio de Dios», convirtió en apenas veintiséis años a esta pétrea «Biblia de los Pobres» de imágenes multicolores en el corazón vivo de la urbe. De una urbe que la sentía suya hasta el punto de celebrar reuniones municipales en su interior y de que los mercaderes de vino tuviesen un espacio reservado en la cripta.

  

LAS DOS TORRES DESIGUALES DE LA CATEDRAL DE CHARTRES

A diferencia de las abadías cistercienses, inmersas en un aislamiento aristocratizante, Chartres inauguró para la fe un nuevo y más entusiasta modo de estar en el mundo. Proust, que la reverenciaba y cuya memoria se conmemora en su casa-museo del cercano pueblo de Illiers –el Combray de su obra monumental–, escribió que «en su inmensidad, puede cobijar tanto al versado erudito como al creyente, al soñador como al arqueólogo».

Exactamente eso es lo que hoy experimenta quien vislumbra sus dos torres principales: la del Sur, llamada Campanario Viejo, de 103 m de altura y dos niveles octogonales, y la del Norte o Nueva, de 115 m y remate más tardío. O quien se adentra hacia su nave de anchura impresionante, determinada por la cripta en que se apoya, a través del prodigioso Pórtico Real de esculturas coronadas de los reyes de Judea y audaz mezcla iconográfica con visiones proféticas del Apocalipsis y alegorías de las artes liberales.

Al recorrer esta cósmica geometría de capillas radiantes, bóvedas de nervaduras vertiginosas y muros iridiscentes culminada en 1220, al peregrinar por su laberinto de diámetro casi idéntico al del rosetón oeste, al descubrir los motivos bíblicos, zodiacales y las escenas de vida cotidiana en su mar de vidrieras, el visitante atento intuye que de algún modo acomete una senda de iniciación.

 

EL MISTERIOSO LABERINTO

Este laberinto de 12,89 m de diámetro y trazado circular, encastrado en la nave principal, es el mejor conservado de los misteriosos dédalos catedralicios franceses. El camino hasta su centro recorre 261,5 metros y simboliza el sinuoso peregrinaje hacia la Gracia divina o hacia la Jerusalén celestial. Textos del medievo describen danzas litúrgicas pascuales en su interior, con el deán lanzándoles a sus canónigos una pelota amarilla como símbolo solar de la Resurrección. Si se proyecta la fachada sobre el pavimento, el Cristo del Fin de los Tiempos del rosetón se superpone en el centro del laberinto. Llamado «Camino de Jerusalén», puede recorrerse los viernes posteriores a la Semana Santa hasta Todos los Santos.

 

LAS VIDRIERAS AZUL CHARTRES

Las paredes de Chartres son tabiques de luz, gemas resplandecientes. La fórmula secreta de su diáfano azul de cobalto jamás oxidado se la llevaron a la tumba los maestros vidrieros. Con el esplendor iconográfico de soberbios rosetones y más de 2.600 m2 de superficie vítrea, Chartres no tiene rival en materia lumínica.

Sus 172 vitrales de altura vertiginosa llevan ocho siglos narrando en colores destellantes historias sacras y profanas que deben ser leídas de abajo arriba y de izquierda a derecha. Santos, profetas, soberanos o trabajadores de los gremios de las cofradías coprotagonizan esta rutilante armonía entre lo celestial y lo terreno. Tres de las ojivas alargadas sobrevivieron al incendio del siglo xii. Durante las dos guerras mundiales, las vidrieras fueron desmontadas y resguardadas de los bombardeos.

 

CONVERSOS Y DEVOTOS

Sea o no creyente, como el convertido Joris Karl Huysmans, que en 1898 le dedicó su novela La catedral, o el poeta Charles Péguy, quien escribió su «Presentación de la Beauce a Notre-Dame-de Chartres» tras peregrinar en 1912 a pie desde París como rogativa por su hijo enfermo. Hoy son miles los que efectúan ese mismo peregrinaje, llamado «el camino de Péguy» en honor al escritor caído en la guerra del 14.

Motivos religiosos o literarios aparte, más de un millón de visitantes anuales acuden a la catedral pintada por Corot, la más homogénea y acaso más bella de todas, cuya luz es la suprema de la exaltación. Porque no en vano Chartres, amén de importantísimo puntal histórico de Francia (allí se coronó rey en 1594 al anteriormente protestante Enrique IV, considerado el soberano más justo de la nación), es el auténtico faro gótico del mundo.

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